martes, 3 de febrero de 2015

Diferencias culturales

Casa del viejito
Destacado en círculo rojo: "casa del viejito", junto al Jardín botánico
Hay ciertos matices que, sin duda, marcan grandes diferencias.
Todo nace de la mente, como reza un viejo principio hermético. Eso nos lleva a un concepto que manejamos habitualmente que llamamos mentalidad.
Las comparaciones son odiosas y es por eso que voy a comparar descaradamente. No sólo eso, sino que además invitaré al lector a juzgar, a hacer juicios de valor a partir de unos hechos simples y evidentes. Si no, ¿para qué se han hecho los blogs en combinación con la libertad de expresión y la supuesta libertad digital?
Comparar y juzgar, dos acciones muy incorrectas políticamente que, en virtud de la doble moral que campa a sus anchas por nuestra cultura, son ampliamente utilizadas por los grandes medios y nuestros
políticos (por poner un ejemplo fácil) en sus discursos vacíos grandilocuentes; claro que de un modo lo suficientemente solapado para que mucha gente no se dé cuenta.
Lo cierto es que vivimos comparando, mirando al vecino de reojo, ya sea el país de turno o el señor bajito que dobla la esquina.
Siempre se ha dicho que la envidia es el mal nacional (para quien no lo sepa, esto se escribe en territorio español) y suelo estar de acuerdo, pues eso explica también la reacción psicológica de la población —alimentada constantemente por los medios de comunicación nacionales—  en forma de chauvinismo. Este es el primer error fatal. Creernos los putos amos del mundo, donde mejor se come, donde mejor se duerme, se toma el sol, se mea... vamos, que este país es un chollo y atamos a los perros con longanizas.
Pues no, lo siento en el alma pero todavía nos queda mucho por aprender de franceses, británicos, estadounidenses y otros pueblos de los que no se quiere saber mucho aquí. ¿Por qué será?
Y de ingleses va el asunto. Además comienzo metiendo el dedo en la llaga de los resentimientos históricos: Gibraltar, Felipe II y su Armada Invencible, Traflagar, la Royal Navy, corsarios... son sólo ganas de tocar los huevos —mentira, es mucho más que eso, ya lo iremos viendo—, pero ahí queda. También es verdad que actualmente las relaciones diplomáticas entre ingleses y españoles son cordiales, por la cuenta que nos trae.
Al grano, que siempre divagamos. Vivo muy próximo a una pequeña ciudad turística en la isla de Tenerife, llamada Puerto de la Cruz y observo con espanto cómo la historia se vuelve a repetir: cualquier criterio histórico orientado a la conservación de un elemento arquitectónico autóctono, no tiene ningún peso. El Cabildo de Tenerife junto con el Ayuntamiento de P. de la C. ha puesto en marcha un proyecto para no sólo ampliar sino colocar arbitrariamente una rotonda en una modesta carretera de entrada a la villa. Lo demás no importa en absoluto, son sólo ideas peregrinas en la cabeza de unos ociosos agitadores sociales que se oponen al progreso y la mejora de la ciudad.
El mundo al revés, el ladrón detrás del juez. No pierdo la capacidad de asombro ante la estupidez humana generalizada y la desidia del mismo pueblo que permitió el derribo del muro de San Telmo. Puedo sentir la enorme frustración de aquellos nobles ciudadanos que sí son capaces de ver y luchar contra corriente.
Y el lector se preguntará ¿qué tiene que ver todo esto con los ingleses?
Vamos por partes. Londres es una de las ciudades europeas más encantadoras, capaz de lograr lo que muy pocas grandes metrópolis: hacer que el turista amante de espacios naturales y poco amigo de las densas urbes, se sienta cómodo, sin agobios. Y una de las claves es la mentalidad ciudadana respecto a la conservación de sus elementos tradicionales. Taxis, autobuses (los famosos double-decker), cabinas telefónicas, buzones, por supuesto edificios. Hay cientos de ejemplos. De hecho, me sorprendió saber que los Abbey Road Studios ya fueron declarados por el gobierno británico como patrimonio histórico, por si las moscas, no sea que a algún constructor sin escrúpulos compinchado con algún cacique local se le ocurra derribarlo para hacer una rotonda, porque el tráfico está muy mal, oiga usted. Pero aquí está la clave, no es el gobierno sino la presión de la ciudadanía que es capaz de influir en el gobierno. Cito textualmente artículo de Wikipedia:
El 17 de febrero de 2010, EMI anunció la puesta en venta de los estudios de Abbey Road, con la que esperaban obtener ganancias por encima de los 30 millones de libras esterlinas. Sin embargo, la movilización que causó la noticia provocó que el Gobierno británico declarara los estudios monumento histórico, lo que impide su demolición.
Esa sí que es una auténtica lección de democracia y no la farsa a la que nos tienen acostumbrados en este país. Justamente fue un portuense de origen británico, llamado Austin G. Baillon, quien salvó la Casa de la Aduana —edificio tinerfeño hoy emblemático— de las garras de la versión de los años 70 de esos buitres. Y es uno de sus hijos —Toby, junto a algunos valientes portuenses, todo hay que decirlo— quien se preocupa ahora de proteger una casa cuyo valor es despreciado con soberbia por el gobierno insular.
Animados por otra mentalidad distinta, una sensibilidad no compartida por el grueso de la población, más pendiente de los resultados de la liga de fútbol y de los chismes de los famosos, que de cuatro piedras y tejas viejas que mejor tirarlas porque que son muy feas y muy asquerosas.
Decía al principio que ibamos a comparar, pero entiendo que el Puerto de la Cruz frente a Londres es muy desigual e injusto. Vale, busquemos si por alguna casualidad la villa tinerfeña está hermanada con alguna población británica, que seguro tendrá similares caracteríticas. ¡Bingo! La tenemos: Torquay, condado de Devon, costa sur de Inglaterra. No diré nada, sólo te invito lector a que te des un paseo por Street View.
Definitivamente los británicos están a años-luz de nosotros. Lo que no nos dejan ver aquí es que allí están de vuelta de muchas cosas. Aquí perdura la mentalidad engañosa del nuevo (y efímero) rico. Todavía se vende la falsa idea de que progreso es borrar del mapa todo vestigo del pasado para erigir en su lugar una edificación con materiales de última generación.
La Casa de la Aduana es uno de los ejemplos más claros de lo que podría haber sido el Puerto si en su día hubiese calado una voluntad protectora de la identidad histórica. Hoy sería una auténtica joya del océano. Pero la pobreza endémica de la época ante la tentación de la riqueza prometida por cadenas hoteleras y turismo masivo arrasaron contra cualquier atisbo de cultura y sensibilidad patrimonial. Digamos que lo pasado ya no tiene remedio, pero siempre queda la espina de saber que son los extranjeros (los peninsulares también están en ese grupo, ojo) quienes acaban sacando muchas veces las castañas del fuego a los nativos, o al menos toman la iniciativa. Molesta tener que reconocerlo, sin embargo a los hechos me remito.

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